ES IMPORTANTE SABER

sábado, 27 de marzo de 2010

A raíz de la quietud

Ultima parte de "El hombre, la puerta, el cuchillo...", primer arco argumental involuntario de R&A.

Si no sabés qué es una visualización, por ahi te conviene empezar por acá.


Para descargar el archivo y leerte esto cómodamente en el baño, el bondi o la cama, hacé click acá. (ojo, son 10 páginas)



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A los pocos días de tener el presentimiento de “Mamá y el Diablo”, tuve una sesión extrañísima con Alicia, tal vez la primera en mucho tiempo donde verdaderamente no entendí casi nada, aunque las imágenes eran bastante claras.

En cierto momento, todo lo que me rodeaba parecían velos, uno atrás de otro, uno sobre otro. Todos mediando entre yo y alguna especie de fondo más. De repente, todos los velos son tomados por una mano invisible y metidos mágicamente en una caja, en una mesa enfrente mío. El paisaje se volvió el fondo blanco al que me acostumbré el primer año de sesiones, tenía la compañía de mi guía en algún lado cerca.
Alguien empezó a coser un nuevo fondo. Vi, en una dimensión extraña donde tamaños colosales eran cotidianos, al Rey de Oros, paciente y amorosamente, cosiendo una tela de fondo nueva.
Estaba llena de estrellas y uvas, y de repente, de entre los pliegues salieron caminando un niño desnudo, tocando una trompeta de llamada y una especie de esfera lechosa, de perla o burbuja huevo inmensa. No llegué a verlo con certeza, pero creo que salió un pegaso de esa esfera, en el último momento.

En algún momento, de alguna manera, llegué a una especie de cueva, en la que había un hombre de aspecto miserable, desnutrido, la piel verdecida de mugre y abandono. La imagen que me generaba era la de un cavernícola lastimoso.
Se lo cuento a Alicia, en el tono que uso para mantener el trance y hablar con ella simultáneamente, y ella disiente: “no es un cavernícola, no es lastimoso: sos vos”.

Había una mutua sensación de enojo entre esta figura y yo, y Alicia intervino nuevamente: “claro, está enojado con vos porque no le das bola, porque no le hacés caso: abrazalo”.
Mi resistencia a hacerlo era tanta, que Alicia se puso insistente, irritándome a su vez.

Mientras pensaba que me costaría retener la visualización, y me preguntaba si decirle a Ali que se callara o seguir tratando de concentrarme (porque la violencia de pedir a alguien que se calle, y mucho más si es la persona que tomas de guía, requiere una energía que puede definir que termine de perder la visualización), el cavernícola se fue de alguna manera volviendo menos desagradable, y aparentemente hubo algún diálogo entre él y yo.

De repente, resulta que en la cueva había una especie de estanque de oro líquido, del cual el cavernícola saca una fruta, una especie de mora o fresa, embebida en oro líquido, y me la ofrece. La como, interrumpo a Alicia para avisarle, y decidimos que ya está bien y que salga del trance.

“Es el Rogelio instintivo” me dice, “y está enojado y con razón, porque no le das bola. Tenés que hacerle más caso”.
















El amigo



A la semana siguiente tuve un ataque al hígado fuerte, fuertísimo.
Un domingo.
El lunes inmediato, fui a sesión con Alicia, más por soldadito que porque verdaderamente pudiera: se me ocurrió que tal vez una seven up mientras esperaba que terminara con el paciente anterior me ayudaría a mejorar, pero terminé vomitando antes de terminarla.
En esas condiciones, comenzamos la sesión, y casi no hubo otra cosa: a sugerencia de Alicia me hice chiquito y entré en mi hígado, y lo único que veía eran inmensos charcos de mayonesa sobre los que pisaba. En mi hígado, en mi plexo, en todo el lado derecho de mi cuerpo.
De repente, entre todo eso, aparece en mi hígado el cavernícola de la sesión anterior. Me dí cuenta de que, temporalmente, ésta era su morada. Nos abrazamos en medio de la inundación de bilis, mientras veía también una especie de piedra amarilla opaca que se hundía en mi plexo, entre sinuosidades de mayonesa.
En cierto momento aparece mi guía, metiendo sus manos llenas de luz blanca en mi hígado.
Al rato, desalentado por no ver nada más, le pregunto “¿a qué vine hoy?”, y me vuelve a mostrar la piedra amarilla hundiéndose en el lago amarillo.
Lo tomamos como el total, y terminamos la sesión.


Esa misma semana, dos asuntos pendientes me torturarían la cabeza el mismo día: un cambio de lugar de trabajo que esperaba que estuviera en marcha estaba parado, y lo más importante, me explotaba la cabeza pensando en el intruso en casa de mi padre.
Es una larga historia cómo hay un tipo en casa de mi difunto padre. Se llama Mario. Baste decir que lo estafó y desde entonces hasta ahora estoy haciendo los trámites sucesorios para poder sacarlo, recuperar mi casa, dejar de vivir de prestado o en pensiones.
Desde el principio hasta ahora, hubo algunos encuentros, en todos el tipo me amenazó con piñas, tiros, etc.
Una vez tomé la casa a la fuerza, pero como encontré un documento con la verdadera firma de mi padre, me flaqueó la fe en mí mismo y dejé que la policía me sacara. Más tarde entendí que mi padre había firmado ese documento en parte desde su actitud regular de hacerse el estúpido consigo mismo respecto de las consecuencias de sus actos, y en parte por miedo a este cretino.
De hecho, los últimos cuatro meses de vida de mi padre transcurrieron en el hospital Durand, del cual no se escapó como veces anteriores, por miedo a ir a su propia casa y encontrarse con Mario.
Estos cabos los fui atando durante 2009, mientras el juicio sucesorio avanzaba.
La vez que entré a la fuerza en mi casa, Mario había dejado un linyera (adentro) de alerta.
Los vecinos me contaron durante el año que la casa estaba llena de gente. Obviamente, tenía miedo de que yo repitiera la movida y lo sacara a él de mi casa.
Una vez de tantas que pasé, lo puteé y se asustó de que le pegara, llamó a la policía. Al llegar éstos, mostró un contrato de alquiler nuevo, ya sin la firma de mi padre. Pero la policía, obviamente, sostiene que demostrar eso es cuestión de peritos, juicio, etc.

Por esa época, en una sesión apareció este tipo en la visualización. En el trance, comencé a desahogarme y golpearlo, se deshacía como masilla. Alicia me induce a pegarle más, y de repente me tira una almohada a la cara.
Me quedé paralizado.
Mucho después me daría cuenta de que es evidenciaba algo que me acompañó buena parte de mi vida: pese a haber estado en varias situaciones violentas, carezco de embrague. No puedo tirar nunca el primer golpe, no puedo iniciar yo la pelea física, por más que la situación lo requiera.
“No importa”, dice Alicia. “Tu inconciente ya sabe que te quedás paralizado, y va a empezar a trabajar con eso”.

Total que, para fines de 2009, mi cabeza estaba llena de fantasías: fantasías de ir una pelea cuerpo a cuerpo y romperle huesos con crueldad, fantasías de que él me ganara esa pelea, fantasías de que ninguno ganara pero se me complicara la cosa con demandas por agresiones, fantasías de que él no me ganara pero tuviera la casa llena de gente que sí me cagara a trompadas, fantasías de que estuviera rompiendo toda la casa, fantasías de que hubiera una o varias embarazadas dentro, como si hiciera falta más de una.

El consejo regular de mi abogado era esperar a que la sucesión terminara, para encararlo entonces.
Pero tenía bastante claro que Mario no se iba a ir sencillamente, y que tal vez debiera empezar un juicio de desalojo, que son imprevisibles en su duración, costos, etc.
Este bendito miércoles, con mi ataque al hígado a cuestas y la frustración de mi trabajo nuevo que no arranca, llego a casa (estoy parando en la sala de ensayo de mi primo), charlo con mi primo y decido que esa misma semana encaro de alguna forma al intruso, para que se mueva algo. Me parece lo mejor ir con mi abogado para que al menos lo aprete o asuste con algo de jerga legal.
Mi primo descree de que haya razón para ir, dado que el otro no se va a mover por nada menos que la policía, yo no consigo comunicarme con mi abogado en todo el día. Tampoco me parece un plan sólido, pero ya conocía los resultados de ir solo: Mario no se inmuta, me amenaza y/o llama a la policía. Todo el asunto parecía demasiado estéril para merecer movimiento.
Pero...

No conseguía quedarme quieto en casa, y tampoco tenía ganas de moverme de ninguna manera.
Más que de una.
Reconocí en cierto momento la sensación: era la certeza corporal de que iría.
Una sola vez antes había sentido esto, y fue la sensación de certeza más fuerte que había experimentado en mi vida.
Una sensación que hace que cualquier cosa que haga esté bien para mi, aunque yo mismo no la entienda.
Dice “no sé si lo que hago está bien o está mal, pero no lo voy a saber nunca más que en este momento”.
Dice “no sé que es lo que hago, no sé cómo se desenvuelve esto que voy a hacer. Pero sé que lo tengo que hacer, sé que lo voy a hacer”.
Dí un par de vueltas más en la cama y, ya resignado a tener que hacer lo que me era demandado con tanta urgencia, me fui a bañar para estar cómodo conmigo mismo, me puse zapatillas y remera por si tenía que pelear, y salí a la calle.
Pensé en consultar el I Ching, pero hace rato que sé que preguntar dispersa la decisión, posterga la acción. Que saber y hacer son momentos diferentes.
Dejo la idea sin tocar el libro.

Saliendo llamo a mi abogado, que esta vez si me atiende.
“En realidad no esperaba encontrarte” le digo “llamaba solamente para quedar bien con mi conciencia: estoy yendo a ver al tarado este ¿me querés acompañar? ¿alguna idea provechosa?”
“No. Contale en qué está el trámite y fijate qué te dice”.
Ok.

Como la primera vez, la sensación de certeza no se diluye pero se complica, llegando.
A media cuadra veo un gordo, y me asalta el miedo de que haya otros como él dentro de casa “con tres como éste, no tengo chance de nada” me digo.

Llego y la llave de mi padre de la puerta de afuera sigue siendo útil. Tengo acceso al edificio.
Entre la puerta de entrada al edificio y la del departamento de mi padre sólo media una escalera recta, un piso hacia arriba. Varias veces fantasée usarla para tirar a Mario por ella. Me pregunto cómo saldrá lo de hoy. Pienso en sacarme los anteojos, pero no me quedaría más tranquilo llevándolos en el bolsillo, y prefiero ver con claridad cuanto sea posible.

Me detengo frente a la puerta del departamento y noto que mi corazón va demasiado rápido: si trato de hablar voy a jadear, me digo, y eso inspira poco respeto.

Me tomo un minuto, me dibujo un signo de rei ki en la mano, lamento no haber practicado jamás los mudras de nin jit su.

Y justo tocan el timbre desde afuera.

No me queda claro si es en el departamento de mi padre o en el de abajo, espero.
Sale la vecina de abajo, me escondo en la curva de la escalera. Si las cosas me llegan a salir bien, todavía pienso que me conviene que nadie sepa que estuve en el edificio.
Entonces alguien abre la puerta de algún departamento en el piso de arriba. Vuelve a entrar, vuelve a salir.
Decido que, perdido por perdido, mejor que me vean abiertamente a que me vean escondiéndome, y salgo al encuentro de Elsa, la de planta baja. No me ve con claridad al tope de la escalera, bajo a saludarla.

Charlamos un poco, y noto que el vecino del segundo nunca salió. Podría haberme quedado escondido. Pero aprovecho para preguntarle por mi departamento.
“Casi no lo veo” me dice. “Si está la chica embarazada, pero el casi no, y ya no hay tanta gente, tampoco”. Buenísimo.
“Lo que si, no para de martillar, yo no sé qué te va a quedar cuando recuperes el departamento”.
La última frase reactivó la urgencia de la llamada que me trajo hasta acá, y subí las escaleras ya sereno.

Toco el timbre y no parece andar, así que golpeo la puerta.
“¿Quién es?” - voz de malo.
Decido pasarme de listo y le digo “soy un vecino, vengo porque hay un corte de luz en el departamento de abajo”.
“¿Y?”
“Y creemos que es por lo que usted está rompiendo”.
“A vos te voy a romper”.
“¿Cómo?”
“¿Qué querés?”
“Que abras!”

Escucho ruido de llaves, alguna puteada sorda, y veo que la mirilla se abre.
Pongo cara de “¿y?”.

Abre la puerta, está en calzoncillos, ojotas con medias y camisa abierta. Y yo me preocupaba por no jadear. Siento que tengo más puntos solamente por llevar yo pantalones largos.

Adelanto un pie para trabar la puerta por las dudas, y miro alrededor: la casa no se ve rota, pero hay un par de muebles puestos en medio del living, tal vez formando un segundo ambiente, y no puedo ver la pared detrás.
Hay una mujer con un bebe.
Y está Mario en calzoncillos.

“¿Que hacés aca?” pregunta.
“Vengo a ver cómo está mi casa, y cuándo te vas”.
Se rie con aire sobrador, revolea los ojos y dice “me voy cuando se acabe el papeleo”.
“¿Qué papeleo?” le pregunto.
Y me pone un cabezazo en la boca.
Feliz navidad.
Te juro que me alegré.
Si tengo o no tengo embrague ya no importa: el peldaño que siempre me falta, lo cubrió Mario.

Doy un paso hacia atrás por el pasillo, hacia la escalera, mezcla de esquiva tardía, la fuerza del cabezazo y la búsqueda de espacio, y lo veo que avanza.
En cámara lenta, veo su pierna derecha abrirse para dar el paso, y con un cálculo aprendido en la escuela primaria, tomo mis riesgos y le pateo la entrepierna.
Llego bien, pero el tipo igual avanza y me toma de la cintura, como para llevarme a algún lado, mis anteojos, rotos por el cabezazo, terminan de volar por la escalera..
Lo tomo del cuello con mi brazo derecho y se queda en el lugar, evidenciando que no tenía idea de qué hacer, así que cambio el agarre y le sostengo la cabeza con mi mano izquierda para ponerle dos derechazos y un rodillazo, nuevamente a la ingle.
Resbala sobre sus ojotas con medias y cae, voy a buscarlo al piso.
De alguna forma confusa, termina rotado ciento ochenta grados, boca arriba y con la mitad del cuerpo pasando la puerta de entrada de mi casa. La mujer amamanta el bebé mientras nos mira, parada en medio del living.

Decido hacerlo sencillo y sentármele encima, pero me traba el acceso levantando sus piernas como haciéndose una bolita, panza arriba. Su tobillo traba el mío, lo acepto con comodidad y adelanto la pelvis, dejando caer todo mi peso en la rodilla, que avanza como un pistón sobre su estómago.
Inmediatamente después, estoy sentado en su pecho.
Se conoce esta posición como “montura completa”, y se sabe que cualquier tipo con dos dedos de frente la puede mantener hasta siempre. En competencias reglamentarias, rara vez el que está abajo tiene más chance que esperar el fin del round.
Hablo de gente entrenada, y acá se puso de manifiesto quién es Mario.
Un inútil.

Antes de llegar a esta posición, ya no le quedaba aire. Conmigo sobre su pecho, sólo podía jadear y tratar de agarrarme las manos. Es débil. Débil. Sus manos no pueden sostener las mías más que unos segundos antes de que me zafe, una y otra vez, y arroje puñetazos a su cara, uno tras otro.
El sonido del golpe me recuerda algo, no sé qué, de un flan. Los golpes me salen de a dos, siempre.

El, todavía, no entiende nada y me amenaza con matarme.
Sonido de flan.
Sonido de flan.

También le dice a la mujer que llame a la policía. “Si, llamala”, digo yo, totalmente seguro.
Flan.
Flan.

La mujer me pregunta que porqué le pego tanto. “El me dio un cabezazo, vos lo viste”. Respondo. Igual, no me parece que le pegue tanto. “Bueno, pero por favor pará de pegarle, estoy yo acá”. “Decile a él: ¿para qué te mete en una casa tomada?”

Llegado cierto momento, se activa y fracasa el primer inhibidor de violencia: la evidencia del enemigo vencido me llega, entiendo que no es una amenaza, y dejo de sentir necesidad de golpearlo.
Pero me acuerdo de mi padre. Del año pasado en pensiones y casas prestadas, de las amenazas.

Flan.
Flan.


Nuevamente, me canso, nuevamente me amenaza desde la derrota total y se gana más golpes. La mujer le pregunta “Mario, ¿porqué sos así?”. “Porque es un imbécil”, respondo yo, y nueva tanda de golpes.

Flan.
Flan.

Noto la relativa sencillez de aplicarle una llave cuya utilidad es esguinzar el bíceps, pero no lo hago.
Noto que tampoco hay sangre: tiene un costado de la cara deformado, como si fuera de plastilina, pero no hay mayores marcas.
Se revuelve, trata de liberarse con movimientos patéticos. No parece entender que nada de lo que haga sirve. Trata de recuperar el aire. Pienso “No: YO estoy recuperando el aire. Vos estás en el piso cobrando”. Le doy un par más, consigue correrse un poquito y quedar de costado, le golpeo el bazo, bajo las costillas.
En cierto momento, la mujer desaparece de la pieza y dudo de si estará llamando a la policía o simplemente nos habrá abandonado a nuestra suerte.
Por las dudas, decido irme. Además, mal que mal, la visión de una mujer con un bebé en brazos disminuyó muchísimo mi agresividad. Entiendo que estoy pegando un poco más blando de lo que tal vez podría por eso. Justo en ese momento le veo el cuello totalmente vulnerable a un estrangulamiento, pero tampoco lo tomo. Consigue tomarme los puños.

“Soltame que me voy” le digo, para no hacer fuerza en liberarme.
Me suelta, me levanto, empiezo a irme y veo sus llaves tiradas en el piso. Las tomo y sigo mi camino, me amenaza con algo que no entiendo y trata de ponerme una traba con el pie en el tobillo.
La traba es tanto más pátetica cuando se le sale la ojota, podría seguir caminando simplemente, pero decido no perdonarle esta otra estupidez más. Si le estoy cobrando las viejas todavía, no voy a dejar que empiece a acumular nuevamente.

Así que, preguntándole si es tarado y nunca aprende, vuelvo sobre mis pasos y le pateo la cara en el piso. Consigue trabar un poco el golpe, la mayor parte de mi Adidas entra en su cara. Retomo mi camino de salida.

Juntando los pedazos de mis anteojos al paso, lo puteo y le digo que vuelvo al día siguiente, lo escucho decir a la mujer que llame a la policía y me doy cuenta de que todavía está buscando sus llaves, no sabe que las tomé yo. Al escucharme trata todavía de ponerse en malo “¿cuando!!? te voy a matar”. Me satura la paciencia nuevamente, y otra vez empiezo a subir los escalones, decidido a regalarle un par de toques más. Me ve y con la cara descompuesta de miedo, arrastrándose sobre el culo, llega justo a cerrarme la puerta en la cara, mientras me grita desde atrás “te voy a matar!!”.

El auténtico imbécil que ni a las piñas entiende: ahora puedo decir que lo conozco.

Mientras se cierra la puerta, escucho a la mujer diciendo “Ay, Mario, y mañana tenés que ir a Tribunales”.
Dios la bendiga.

Salí a la calle con todo lo que encontré de mis anteojos, y lo tiré en el primer tacho que ví.
Ya no veía lo mismo, así que tardé varias cuadras. Antes hablé con mi primo y mi abogado, con uno para arreglar que me diera coartada, con el otro para tenerlo al tanto y ver si había algo de urgencia que hacer.

El fin de semana anterior había desprogramado a un amigo, que trajo con él a una chica que me ofreció una sesión de rei ki de regalo, a cambio de la desprogramación.
Era ese mismo día, así que me fuí.
Mario a Tribunales y yo a rei ki, me pareció una manifestación cabal de karma.

En el camino, me doy cuenta de varias cosas: una, no había aparentemente más gente que esta mujer y él en la casa. Dos, el estaría al día siguiente en los tribunales. Mientras yo tenía sus llaves.

Nuevamente, primo y abogado. Mi primo no se muestra tan deseoso de ayudarme como lo manifestara cuando el asunto era más teórico, mi abogado piensa que si, que es posible tomar la casa, sacar a la mujer sola sin violencia, cambiar la cerradura. Tendría que reclutar al menos dos personas: una que vigilara que la chica no avisara a nadie, mientras los otros dos vaciamos la casa de sus pertenencias. Tal vez un cuarto que buscara mientras un cerrajero, quizás eso se pudiera arreglar por teléfono.
Decido esperar a que el rei ki me aclare las ideas para tomar la decisión.
Durante la sesión, noto un extraño efecto inverso al que me arrastrara a estos eventos: fuí sin saber qué iba a hacer, pero sabiendo que sólo deseaba ir, y que nunca estaría mal hacer caso de un sentimiento tan intenso y claro. Ahora, en cambio, la idea de tomar mi casa al día siguiente era intelectualmente transparente y sólida, pero no tenía ganas de hacerlo.
Me tomé un rato para confirmar si estaba cansado y eso era todo, pero resultó que no, que la líbido verdaderamente había desaparecido. No tenía, por recuperar mi casa, la misma urgencia que había tenido por ir.
Decidí priorizar el sentimiento, dado que había sido demasiado poderoso desde un primer momento, y abandoné los planes.

Llegué a casa de mi primo con una rodhesia para cada uno. “¿Chocolate?” le pregunto ”encontré un remedio buenísimo para los ataques al hígado”.


Charlamos un rato, me ocupé de otras cosas.
En los días siguientes me caerían otras fichas: una fue la absoluta inutilidad de Mario. La alegría del miércoles de haberle ganado se convirtió en una especie de tristeza de haber participado de la ruina de un inútil: claramente el tipo no sabe hacer más que ganarse problemas y perder ante ellos, y dado que es incapaz de diálogo o contacto con la realidad, me va a obligar a ser parte de esa dinámica.
Por otro lado, ya sin fantasías de que pueda ganarme cuerpo a cuerpo, ni de que sepa defenderse legalmente o de cualquier modo, se hace evidente que la razón por la que no estoy en casa de mi padre, no es él.
Ya sabiendo que Alicia me diría que lo que falta es alguna clase de trabajo interno, me pregunté cuál sería.
Y lo dejé estar, ya no tengo necesidad de mayores explicaciones.

Otra ficha fue la inmensa alegría de saber que ahora puedo sentir mandatos irracionales pero ciertos, y más aún: ahora puedo hacerles caso.
De a poco llega la confianza de que ningún mandato me va a llevar a hacer algo para lo que no esté a la altura. De a poco también, consigo entender la gama amplia de pedidos más sencillos, menos urgentes y más orientados a cosas gratas que pueden venir en el futuro: ganas de comer algo, de estar con alguien, de dedicarme a alguna tarea.


Es la mayor sensación de integridad que experimenté jamás, al mismo tiempo que la más intelectualmente oscura: es increíble lo bien que uno se siente haciendo lo que sabe que tiene que hacer, aunque no sepa qué es o porqué, ni qué consecuencias tendrá.
Imagino una vida regida por esta integridad, y me pongo contento. Me nace un “SI” gigante en el pecho, una y otra vez, y olas de alegría crecen desde mi pecho hasta mi sonrisa.



















Finalmente: hace rato que noto cómo preguntar dilata el tiempo, y cómo es un bucle de energía, un rulo en la dirección de la voluntad que la dispersa y desgasta. Por eso preferí no hacerlo en el momento previo a una acción segura e inminente.

Al volver, sin embargo, ya sabiendo que no iba a tomar más acciones en los días siguientes, tenía mucha curiosidad por ver qué diría.
Otra cautela me retenía ahora, y era el temor a recibir una respuesta desfavorable, que oscureciera la salvaje alegría que experimentara toda la tarde.

Finalmente, hice un pacto conmigo mismo: lo que había sentido era intocable. Y si el I Ching daba un dictamen que me pareciera desfavorable, todas las opciones, desde errar yo mi interpretación hasta que el Libro no sirviera, serían tomadas antes que aceptar haber cometido un error.

Sólo dos veces en mi vida, repito, tuve una sensación tan cierta que pudiera calificar de sagrado su contenido, en el sentido de ser intocable, totalmente verdadero y necesario, aún siendo absolutamente invisible a la razón.

Una vez asumida esta actitud, me concentré como pocas veces, y tiré el I Ching.



La pregunta fue “las acciones del presente día, y sus ramificaciones”.

Salió 12, El Estancamiento, un hexagrama de los “malos”, con la cuarta y quinta líneas mutantes.
Recordaba que la quinta es buena porque va a dar a “El Progreso”, pero no conseguía recordar la cuarta, así que fui a buscar el Libro para chequear.

La frase me sentó perfecta, sin miedo a mesianismos ni fanatismos, porque no todos los días uno se siente así.
Dice: “Aquél que obra obedeciendo una orden del Altísimo, permanece sin tacha”.



Días después Pablo, quien también hace terapia con Alicia y comenzara siendo creyente y va abandonando al mismo tiempo que yo me acostumbro a rezar espontáneamente, festejaría diciendo "que bueno que Dios te mande a cagarlo a trompadas!!".




Ilustraciones: Luciano Vecchio

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