ES IMPORTANTE SABER

domingo, 23 de mayo de 2010

Un hombre, tres veces

Esto tiene algo así como cuatro años...

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Un hombre presencia un accidente mortal en la calle.

La imagen lo persigue durante el resto del día en todas sus acciones cotidianas, y no sabe si esta obsesión se debe a la mera impresión de haber visto un hecho de sangre o a querer interpretar esto como un mensaje del cosmos cuyo significado versa sobre la brevedad de la vida.

Se fascina con la idea de que lo visto debiera generar en el alguna reacción particularmente dramática y revolucionaria, de que debiera obrar alguna transformación en su vida. Pasa todo el día preguntándose porque no se genera en él el coraje o la necesidad de modificar su rutina, de cumplir sus sueños.

Comienza a familiarizarse con la idea de que el miedo a la muerte no es lo bastante fuerte como para romper sus miedos cotidianos. Reflexiona que ambos son relativamente vagos y ambiguos, pero esta mas acostumbrado a convivir con sus pequeños miedos que a intentar romperlos.

Por otro lado, la casi certeza de que no se morirá inmediatamente después de enfrentarlos le plantea la pregunta de qué sigue tras el primer momento fantaseado, el único claramente visualizado.

Descubre que lo que se plantea como miedos y fantasías, como aquello que siempre quiso hacer y no se atrevió, son ideas de cartón sin trasfondo. No son ningún tipo de proyecto, no tiene idea de para que quiere hacer esas cosas, nunca las pensó en función de convivir con los resultados de esas acciones que creía no atreverse a ejecutar. Entiende que ése es el motivo de que siempre le resultara tan fácil conformarse con lo pequeños placeres que le deparaba su rutina, incluido el fantaseo: el hecho de que son sobrellevables a través de la vida que uno espera ejecutar. Recuerda un comentario de Groucho Marx sobre el despilfarro de las jóvenes generaciones, que gastaban su dinero como si se fueran a morir en breve. Decía Groucho que alcanzaba con que se equivocaran un poco, algunas décadas por ejemplo, para tener la certeza de que pasarían su vejez en la pobreza. El hecho es que uno espera seguir vivo pasado mañana, y no quema sus barcos en previsión de ello. Esa es la respuesta razonable a porqué uno no intenta cumplir forzadamente sus fantasías.

La nueva pregunta es porqué las alimenta, y, más importante, porque se amarga por su incumplimiento. Porqué las piensa no en su clara acepción de fantasías, sino en una falsa acepción de metas a cumplir, deberes, obligaciones para con la propia vida. Y porqué no usa esa misma energía para plantearse metas más razonables, posibles de ser cumplidas y que realmente modifiquen la vida de uno para mejor. Claro que, de hacerlo, habría que bancarse que la vida de uno sea regularmente modificada, lo cual tampoco es cómodo. Entre el miedo al azar y el fondo de desconfianza que cada uno se tiene a sí mismo, sería demasiado no-saber-a-donde-puede-uno-ir-a-parar junto. Y realmente parece tan segura la rutina... que un accidente mortal hasta sería un fin elegante a la vida.

Lo realmente peligroso es el agotamiento de la rutina. La sencilla decadencia donde uno se va acostumbrando a vivir cada vez con menos, ocultando el dolor de la impotencia en aumento.

Aquí el protagonista se encuentra con un peligro similar a aquél que creyera que lo amenazaba en el principio de sus reflexiones, pero con más matices de verdad, y por tanto, con más posibilidades de ser verdaderamente transformador. El problema es que no sólo no satisface las necesidades estéticas del protagonista al carecer de elementos dramáticos, sino que implica una cantidad de trabajo agobiante, casi imposible a priori de ser enfrentada.

El último problema se le revela al protagonista a la noche, antes de dormir: el razonamiento es demasiado verídico para que pueda ser ignorado.

Tarda en conciliar el sueño.





Un hombre presencia un accidente mortal en la calle.

La imagen lo persigue durante el resto del día en todas sus acciones cotidianas, y no sabe si esta obsesión se debe a la mera impresión de haber visto un hecho de sangre o a querer interpretar esto como un mensaje del cosmos cuyo significado versa sobre la brevedad de la vida.

Se fascina con la idea de que lo visto debiera generar en el alguna reacción particularmente dramática y revolucionaria, de que debiera obrar alguna transformación en su vida. Pasa todo el día preguntándose porque no se genera en él el coraje o la necesidad de modificar su rutina, de cumplir sus sueños.

Comienza a familiarizarse con la idea de que el miedo a la muerte no es lo bastante fuerte como para romper sus miedos cotidianos, lo que lo maravilla. Reflexiona que ambos son relativamente vagos y ambiguos, pero esta mas acostumbrado a convivir con sus pequeños miedos que a intentar romperlos.

Se impresiona profundamente con la simetría insospechada que encuentra entre el miedo a la muerte rotunda y el miedo a la simple varianza en la experiencia cotidiana. Uno, se dice, lo lleva a olvidar la posibilidad de cambio y vivir el hecho puro de la rutina. El otro lo induce a negar la realidad, el también puro hecho de su muerte segura. Ambos miedos, abstractos, le implican recortes en su percepción de la realidad y, por tanto, mutilan su libertad de acción con igual intensidad pese a la diferencia cualitativa entre una amenaza y otra.

Esta igualdad de peso deja huella profunda en su mente, modificando sus miedos de noche en noche. Ya que no puede evitar morir, decide introducir, como un deber moral, el cambio en su vida. Comienza a modificar sus rutinas compulsivamente, ansiosamente. Cambia sus circuitos con un dejo de susto, a veces se descubre haciendo lo mismo que el día anterior y una gota de sudor frío le cae por la sien. Cuando agota las diferentes formas posibles de llegar a la oficina, intensifica las modificaciones en su desempeño laboral. No se le escapa la certeza de que eventualmente esto también se agotará y tendrá que dejar de concurrir a su trabajo. No sabe de qué podría vivir, pero esa preocupación no lo asusta tanto como el terror morboso a repetirse en vida. Incluso le encuentra un cierto sabor a desafío que lo estimula más que el terrible trabajo de encontrar cada mañana formas nuevas de hacer las cosas indispensables.

Sabe que hay miles de trabajos, y eso es tranquilizador frente a las pocas formas que hay de lavarse los dientes.









Un hombre presencia un accidente mortal en la calle.

La imagen lo persigue durante el resto del día en todas sus acciones cotidianas, y no sabe si esta obsesión se debe a la mera impresión de haber visto un hecho de sangre o a querer interpretar esto como un mensaje del cosmos cuyo significado versa sobre la brevedad de la vida.

Se fascina con la idea de que lo visto debiera generar en el alguna reacción particularmente dramática y revolucionaria, de que debiera obrar alguna transformación en su vida. Pasa todo el día preguntándose porque no se genera en él el coraje o la necesidad de modificar su rutina, de cumplir sus sueños.

Comienza a familiarizarse con la idea de que el miedo a la muerte no es lo bastante fuerte como para romper sus miedos cotidianos. Reflexiona que ambos son relativamente vagos y ambiguos, pero esta mas acostumbrado a convivir con sus pequeños miedos que a intentar romperlos.

Por otro lado, la casi certeza de que no se morirá inmediatamente después de enfrentarlos le plantea la pregunta de qué sigue tras el primer momento fantaseado, el único claramente visualizado.

Decide descubrirlo en la práctica, y se pone a ejecutar todas aquellas cuentas pendientes que puede recordar.

Besa a la vecina en el ascensor, y se sorprende de lo poco que le importa la reacción escandalizada de ella, así como la casi total falta de líbido que experimenta. Razona que la gran cantidad de expectativas que tenía opacan la realidad.

Continúa con su plan de descubrimiento y encuentra la forma de robar billeteras en los colectivos. Descubre que es bueno en eso, y así se financia una par de saltos en paracaídas. Una vez lo atrapan y le dan una paliza, en uno de los saltos se rompe una pierna al aterrizar.

Todo se le hace increíblemente fugaz y desabrido. Ejecuta cada acción esperando la gloria o la beatitud de un sueño realizado, la experiencia del presente eterno, la vividez, la plenitud. Sólo encuentra una vez tras otra un vago terror, su propia torpeza, la frustración. Recurrentemente se enoja con las dificultades que su odisea autoimpuesta le trae para cumplir con sus rutinas necesarias. Nunca se termina de sentir cómodo con la nueva forma en que lo miran los vecinos.

Casi agotada la lista, descubre la felicidad que le proporciona la práctica de la jardinería. Se muda al conurbano, se consigue una casita con jardín, vive contento. Deja sin cumplir la caza de tiburones, el motociclismo y un paseo por París.

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